lunes, 21 de agosto de 2006

Caminito

A veces la vida se nos presenta con cierta insolencia ante los ojos. Cuando uno menos lo espera, te encuentra un domingo de agosto recostada en un destartalado sillón, escuchando un tango de un tal Filiberto, que sale improvisadamente de una vieja guitarra.
Y uno cae en la cuenta de que vive en Buenos Aires hace diez años, y que nunca recorrió ese Caminito del que habla la canción. Que se cansó de ver casas de todos colores en postales insulsas, que cuelgan de expositores más insulsos todavía, en locales comerciales expropiados por turistas de dólares sobrevaluados.


Entonces, uno se levanta del sillón destartalado y decide recorrer esas calles de empedrado. Porque la curiosidad, cuando aparece, rasguña el cuerpo desde adentro del alma. Y como uno se siente en deuda consigo mismo, se deja llevar por la curiosidad. Se abriga con lo primero que encuentra, con lo que hay a mano en el viejo sillón, y sale con un buzo que no es de uno, a descubrir lo nuevo. A recorrer el Caminito. A preguntarse cuántas otras cosas que están a la vuelta de la esquina se desconocen; pasan impertinentemente inadvertidas ante nuestros propios ojos. O dejamos que pasen así…

Y entonces un domingo de agosto uno se ve a uno mismo tiritando de frío en una calle de La Boca, sacándole fotos a turistas con acento español; encontrando postales en un grupo de japoneses que con sus cámaras filmadoras no le sacan el lente de encima a una estatua viviente que tiene más frío que yo. O dejándose seducir por un espantapájaros que nunca está solo; o tomando un submarino en un bar atestado de gente, gente de fantasía con tristeza en la mirada.

Y con la mirada triste miramos la espuma del submarino. Dejamos que la mente viaja a cualquier lugar. Que viaje en el presente a cualquier momento del pasado o del futuro. Mientras Filiberto está ahí, como si nada. Sin hacerse cargo que fue él quien escribió la canción, que me llevó hasta ese lugar, que me sacó del calor de la salamandra al frío del empedrado. Filiberto que me obliga a preguntarme cuánto hay de real en el mundo. En el brushing de mi pelo; en las 44 canas de su barba. Y cuanto más existencial es la pregunta, más aterradora es la respuesta. Te dan ganas de huir, y sin embargo te quedás atrapado ahí, sin saber por qué. Claustrofóbicamente encerrado en un mundo que no parece real.

Entonces uno mira el bar atestado de gente sola. Y no puede más que dejar atrás el Caminito y volver en un taxi a su casa, al refugio de ladrillo, al estuche seguro, al lugar donde sabe que el aire está calentito porque antes de salir dejaste la estufa encendida.