martes, 20 de mayo de 2008

Imperfectos

Hoy leí en Página 12 una entrevista que le hicieron a Jorge Drexler (qué encanto de hombre!!), en la que el cantante sin caer en una apología de la imperfección hablaba de ella como algo que él se permitía vivir con cierto gozo. Y tiró una frase que alguna vez le habían dicho, y que en mí quedó dando vueltas unos cuantos minutos: “La perfección ofende a los dioses”. Si se me permite el término, y sin intenciones de ofender, podría decir que esa definición me pareció “casi perfecta”, si se tiene en cuenta que lo único perfecto es la divinidad y el hombre es apenas un simple mortal que a veces se pretende Dios.
El punto es que, ¿quién alguna vez no aspiró a la perfección? El mejor trabajo, el mejor vestido, el mejor promedio, el helado más rico, la Internet más rápida. Nos bombardean de todos lados para “ofrecernos” lo mejor, para pedirnos que “demos” lo mejor, que seamos "lo más de lo más", o para que compremos lo mejor. (En este punto habría que definir qué se entiende por mejor, pero ese es otro capítulo, y dependerá de lo que cada uno ponga en juego ahí).

Si bien creo que aspirar a mejorarse es un gesto de salud, el planteo de Drexler me dejó reflexionando: por perfección a veces postergamos, nos paralizamos sin poder avanzar, nos quedamos en el ideal y perdemos de vista lo real, nos volvemos quisquillosos, no nos conformamos con nada, damos lugar a que la bandera de la intolerancia flamee a los cuatro vientos, o que los gatos terminen teniendo quintas patas (sin que ellos siquiera lo sepan, pobres mininos!!).
Miré hacia atrás y vi como muchas veces mis inútiles deseos de perfección me hicieron tropezar infinidad de veces; y cómo cuesta aprender la lección. No obstante, con el tiempo uno aprende a exigir menos (a los demás y a sí mismo), y disfrutar más. La madurez trae consigo permisividad: tratar de ponerse en el lugar del otro, y cuando nos olvidamos de nosotros mismos, volver y ponernos también en nuestros propios lugares.
Con el tiempo uno aprende que no puede saberlo todo, conocerlo todo, explicarlo todo, sentirlo todo, retenerlo todo (o inclusive nada). Somos apenas un pequeñín recorte, una partícula tan diminuta en la inmensidad del universo, que lo que yo pueda sentir, hacer, decir, pensar, es exageradamente ínfimo comparado con el esplendor del universo en su totalidad. Ante tanta inmensidad nos volvemos insignificantes, imperceptibles.. imperfectos.
La frase que trajo Drexler me pareció colmada de sabiduría. Aceptar la imperfección como parte de la condición humana es también aprender a reconciliarse con uno mismo, con las cosas que menos orgullo nos causan y que están ahí para recordarnos a cada momento que nuestro crecimiento depende, también, en parte de ellas. Y que gracias a Dios, no somos dioses.

Aquí el link de la nota:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/3-10115-2008-05-20.html



Por cierto, esta semana el encanto se presenta en el Gran Rex. Allí estaremos para cantar sus canciones !! Qué placeeeer!!!!


miércoles, 7 de mayo de 2008

Un acto de amor

El último fin de semana leí el libro “Historias de diván. Ocho relatos de vida”, del mediático psicoanalista argentino Gabriel Rolón. El libro relata historias de pacientes suyos que a lo largo del tratamiento psicoanalítico van encontrando los orígenes de sus malestares, explicaciones a angustias presentes que provienen de situaciones pasadas e inconscientes, y que se actualizan en cada elección actual. El autor recrea, con autorización de los pacientes y reserva de sus identidades, los diálogos –por momentos dolorosos, viscerales, humanos- que van surgiendo en cada entrevista.
Me pareció sumamente ágil, atrapante. Uno parecía estar ahí, presenciando las sesiones. Sintiendo lo que puede sentir el protagonista, deseando no estar en sus zapatos. Y puede, también de a ratos, identificarse con varios de ellos, porque en el fondo no dejan de ser vivencias de lo cotidiano nucleadas bajo denominadores comunes: el miedo, los celos, los duelos, la culpa, el sexo, la muerte, etc.
Me hizo acordar mucho a otro libro que leí hace unos años de otro psicoanalista, esta vez norteamericano. Se trata de “Verdugo del amor. Historias de psicoterapia”, de Irvin Yalom, el mismo autor de “El día que Nietzsche lloró”. Son, por supuesto, historias diferentes, pero que narran también la experiencia de personas que recurren al consultorio de Yalom para encontrarse a sí mismas. Tampoco tiene desperdicio.
Volviendo a Rolón, lo que más me gustó de su libro fue lo impredecible de cada historia, la intriga que se asomaba en cada relato, ese final que en cada caso era imposible anticipar. Pero lo que más profundamente me impactó fue la fortaleza espiritual de quienes, sabiéndose angustiados, buscaron en el psicoanálisis una herramienta más para superar aquello que tanto dolor les causaba, sin parar hasta enfrentarse cara a cara con sus más reprimidos recuerdos.
Les dejo unas palabras escritas por el autor en la introducción del libro que sintetizan, a mi entender, el espíritu de la obra: “Esta historia, a modo de metáfora, representa la batalla que, creo, debe librar cada paciente. La de vencer sus miedos, sus creencias y sus prejuicios para adentrarse en su infierno individual, con sus propias reglas, con sus fuegos eternos, sus pantanos y sus tormentos. Impulsado, también en este caso por el amor. Porque el psicoanálisis es, antes que nada, un acto de amor”.

Escribir

Escribir, ese intraducible recurso que nos queda cuando ya no queda nada. Ese coqueteo entre palabras y catarsis que no se anima a decir lo que quisiera decir; que dice como puede lo que no sabe si puede decir. Coqueteo. Catarsis. Y esa mezcla de indecible.
Así es como imagino que viven algunos escritores su experiencia con la literatura. Imagino, fantaseo, muchísimas cosas más entre el escritor y su prosa. Pero ésto, creo que es lo que más me conmueve, quizás porque es lo que ahora mismo me pasa; y lo que muchas veces me pasó. Por eso decidí reabrir este blog. Abrirme de nuevo, invitarlos a conocerme. Bienvenidos nuevamente, después de casi un año sin postear!