Abro la puerta del microondas para calentar un café, y para mi propia sorpresa encuentro una taza llena de té de durazno, que me preparé yo misma ayer por la tarde. Así de descuidados podemos resultar a veces, al punto de olvidarnos de nuestras propias ganas en apenas tres minutos (que es lo que tarda en hacerse un té en ese aparatito postmoderno que vaya a saber quién inventó para calentar comidas usando luz eléctrica).
En tiempos como estos (solitarios, silenciosos), hasta esa mínima situación puede disparar los más absurdos pero sinceros interrogantes: cuánto duran las ganas, dónde empiezan y dónde terminan, o en qué momento los duraznos se convierten en té. ¿O cómo se hace para tener ganas de tener más ganas o aunque sea algunas pocas ganitas?
Y entre esas preguntas se cuelan muchas más, y una estremecedora sensación al caer en la cuenta de que a veces hay cosas, situaciones, e incluso vínculos, que en un momento pueden motivarnos visceralmente, y que al poco tiempo puedan dejar de cautivar nuestra escurridiza atención. Eso fue justamente lo que sentí esta tarde, mientras me tomaba el café que esta vez no olvidé sacar del microondas. Y no me gustó.
viernes, 13 de abril de 2007
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