A veces nos encontramos con personas que no sabemos por qué llegan a nuestras vidas. Son pedacitos de Dios, capaces de hacernos replantear nuestra mirada sobre el mundo; tiran abajo años de convicciones, nos hacen entender que nuestra verdad no es tan verdad, y que somos también, porque ellos son parte de nuestra vida.
Ahí es cuando somos capaces de dejar el orgullo a un costado y abrirnos aunque nos cueste, con nuestras bellezas y miserias, que se filtran en cada palabra que enunciamos y en las que no podemos enunciar. Nos hacen bien, y a veces también, sin querer, nos hacen mal. Pero nos hacen. Por ellos aprendemos, crecemos, descubrimos, estamos dispuestos a cambiar. Entendemos que de nada sirve refugiarse en la ironía como mecanismo de defensa, y de nada sirve ocultar el miedo (el terrible miedo) que nos da hacernos cargo de todo lo que estas personitas nos producen con su sola presencia. Como nos volvemos adolescentes, buscamos explicaciones, racionalizamos, tratamos de entender (otro mecanismo de defensa), aún sabiendo que no hay nada que entender. Y entonces nos damos cuenta que en el fondo, (y esto es lo realmente importante), nos gustaría que se queden con nosotros cerca, bien cerca, abrazándonos muy fuerte por dentro y por fuera, como sólo a ellos les sale hacerlo.
domingo, 1 de julio de 2007
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